En diferentes momentos de mi vida
me han dicho egoísta, me han señalado por no compartir, dar como los demás esperan
que lo haga, por no ser como ellos esperan que sea y al final por no definirme
dentro del contorno de un grupo social.
Y… ¿por qué habría de hacerlo?
¿Por qué tendría que compartir información o dar mi trabajo como ellos esperan? ¿Por qué habría de hacer
determinadas cosas para tener su amistad? (a menos que el contexto sea laboral y así me
lo requiera, lo hago con todo gusto). Todo producto de mi intelectualidad son
frutos y soy responsable de toda semilla plantada en mi mundo social.
Si algo he aprendido con los años,
es que los mejores amigos, quienes han estado en la buenas y en las peores, son
los principales en aceptarme como soy, en respetar mis límites, en compartir
con reciprocidad lo más importante: no juzgar.
Entonces, la vida vuelve a ponerme
como hace diez años en situaciones similares, a las que respondí de forma
abrupta sin comprender por qué lo hacía de esa manera. Ahora adulta, con más
experiencia, logro internalizar y construir un razonamiento de mi
comportamiento social desde la construcción interna de quién soy.
¿Por qué como boomerang me vuelvo
a encontrar en la necesidad de hacer cosas para ser aceptada?
Esta pregunta me he hecho al volver
a encontrar razones diferentes desde que habito Oaxaca. Quizás porque dejé mi lugar de origen y llegue
a una nueva comunidad que me pide determinadas cosas para pertenecer, que está
acostumbrada al tequio, paros y hacerlo todo en “bola”.
Algunos de estos puntos comparto
sobre todo cuando se trata del bien común, pero definitivamente no en todos los
casos me parecen funcionales y que vayan de acuerdo a mis propósitos.
Recuerdo un largo viaje que hice
por Asia en el camino encontré la libertad para decidir quien quería ser, me
tomé la libertad de observar, participar o ser indiferente, de reflexionar, tomar
y dejar, fusionar ideas y experiencias. Ya no importo ser o pertenecer o tener que dar algo para
quedar bien, aprendí a reconocer mis intereses y los de lo demás y comprendí
que la amistad y empatía tiene un trasfondo más allá de sociabilidad. A veces hasta
llegue a pensarlas como un regalo divino.
Las formas sociales sirven para
mantener ese orden, esas relaciones de trabajo y sobrevivencia, sin embargo
nadie está obligado a hacer algo por otro (triste realidad). Esta es la pura
verdad, todo acto de generosidad es volitivo y yo estoy cansada de hacer lo que
otros quieren para ser aceptada como una obligación, sobretodo cuando en el
fondo yo sé que no me interesa ser aceptada por alguien (lo más curioso). Ni a
ellos les importa mi persona.
¿Qué sí me importa? Sí, valoro el
reconocimiento y acercamiento de alguien, como una forma genuina de querer
compartir, he aprendido a respetar los espacios vitales de las personas,
compartir cada vez que hay posibilidades, pero a la fuerza pues ni los calzones
entran, decía mi abuela y si te los pones seguro te van a incomodar todo el
día, por eso, mejor no.
Así que en este reversión
insultiva que estoy haciendo a través de este escrito reflexivo, (incluso puedo pensar que este insulto, me ha cerrado
puertas). Por fin, me siento libre y puedo dejar de cargar el estigma “egoísta”
porque tengo la libertad de elegir con quien comparto mi generosidad, mi historia,
trabajo y fortaleza. Esto me abre la
posibilidad de encontrar mi nicho amistoso en Oaxaca, porque no soy oaxaqueña y
no lo seré, eso me queda claro todos los días.
La provincia mexicana en todas su
presentaciones me parece difícil socialmente, con daños que poco a poco se van
curando en nuestro imaginario colectivo producto de tantos años de conquista española.
Con esto quiero decir, que no tengo nada contra el pueblo Oaxaqueño, en su
versión más romántica y generosa existe la Guelaguetza; sin embargo me opongo a
perpetuar formas sociales de sumisión, de matriarcado o patriarcado o sea de
puro ejercicio de poder, de irreflexión y sobretodo de fomentar relaciones con
personas que no se esfuerzan en su trabajo cotidiano para construirse día a
día.
No todo es un tequio constante, no
todo es un paro de labores o cerrar o bloquear una calle, no todo se hace en
comunidad y tampoco se vale mantener a parásitos que no quieren esforzarse,
estas virtudes del pueblo oaxaqueño en su máximo esplendor se vuelven su peor
defecto social y su mayor obstáculo a vencer todos los días, ellos mismos son
su propio enemigo (aclaro con el paréntesis más largo, que cerrará este
escrito, no todo oaxaqueño es de esta forma de ser, existen personas brillantes
y disciplinadas, amorosas y entregadas que se atreven a salir de su propio
margen provincial).
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